Desde ese punto de vista, no tengo inconveniente en afirmar que no abrigo duda alguna sobre que la Fiesta de los toros es una riqueza material y espiritual para este azacaneado país nuestro, tanto como espectáculo como por su contribución al equilibrio ecológico de lo que los enemigos de la Tauromaquia pretenden convertir en “campos de soledad, mustio collado”, como la Itálica famosa del poeta. Insistir en la apoliticidad del toreo sería necio por mi parte, pues ahí tienen a cientos de hombres y mujeres de la más rancia izquierda, entre los que destacan Alberti, García Lorca, Pepe Díaz, Rubial, Mújica, Ledesma, los Guerra (Alfonso y el catalán Rodolf), María Aurelia Capmany, Lluís Armet y un largo etcétera, para desmentir la falacia que les incita a afirmar que el arte de Cúchares es cosa de “fachas”, “ricachones” y “señoritos”.
Pero, como quedó dicho más arriba, las opiniones, auténticas o fingidas a conveniencia, son patrimonio muy personal de cada cual y hay quienes las esturrean estúpidamente por las cuatro esquinas del país, a ver si consiguen imponerlas a la mayoría y así convertir su mentira en verdad, aceptada ya sea por ignorancia o por mala fe, para intentar acabar con una de nuestras multiseculares señas de identidad. Pero como el toreo forma parte de la entraña del pueblo, para conseguir sus fines, los antitaurinos, tendrían que borrar muchos nombres de la historia de sus propios partidos y eso ya seria sino cismático si de una extravagancia superlativa.
Aunque, ¿habrá mayor extravagancia que empeñarse en borrar de un manotazo parte importante de la riqueza cultural de un pueblo?
Si el toreo hubiera nacido en el mundo anglosajón, las películas biográficas de toreros famosos, filmadas en Hollywood, habrían inundado todas las pantallas del mundo. Y en vez de el de las galopadas de los caballos del Oeste americano, el sonido que primaria en las salas de cine sería el de las pezuñas de los toros pateando los rubios alberos, y el “jé, toro jeee…” de los toreros.
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