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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 18 de noviembre de 2025

Juventud, rebeldía y morantismo / por Antonio Valderrama


Los jóvenes han visto en la figura de Morante la reacción generacional a una situación cultural de desamparo

Juventud, rebeldía y morantismo


Por Antonio Valderrama
En el siglo de lo visual, Morante de la Puebla ofreció el pasado 12 de octubre una imagen muy poderosa: la de un torero cortándose la coleta por sorpresa en el centro de la plaza de Madrid, tras cuajar una última faena memorable y en el mejor año de su carrera profesional. También el más difícil, por eso quizá lo hizo llorando esmorecido como quien, ya cansado de pelear contra los demonios de su enfermedad, abandona todo lo que es en el mundo con la proclamación pública de su fragilidad. Ante la visión del héroe en su desgarro, la multitud ávida y ruidosa que llenaba Las Ventas se encendió con un fervor místico semejante al de las grandes romerías marianas.

«Cortarse la coleta» es otra de esas tantas expresiones taurinas que pueblan la lengua de España y que van quedando relegadas, poco a poco, al acervo de los mayores de treinta años. En un postrero acto de sublime modernidad, Morante actualizó el modismo con un gesto que sin necesidad de palabras conmovió al país entero y se hizo viral de inmediato.

Morante ha dado el ejemplo de un hombre capaz de someterse a electroshock con tal de cumplir con su deber y hacer aquello que constituye la esencia de su personalidad, torear, en una época en la que ir al psicólogo es el nuevo tener un confesor y en la que está de moda «parar»: una idea tan rematadamente pija y clasista que da verdadero lache, lo que decía Camarón que sentía cuando venían a adorarlo como a un mesías, según cuenta Curro Romero. ¿Acaso puede «parar» un autónomo, un camionero o un agricultor? El de Morante es, desde luego, un modelo violentamente contracultural y más si tenemos en cuenta que ahora la «salud mental» no es más que un instrumento de la chabacana politiquería publicitaria de la izquierda.

Al entregarse físicamente por entero logró su cima artística y concitó una unanimidad mediática inédita. Algunos lo llaman el papa del toreo y «el mejor torero de todos los tiempos» pero ésas son expresiones volanderas que, en realidad, no significan nada, fruto del entusiasmo del momento. El primer papa del toreo fue otro torero sevillano, Ricardo Torres Reina, Bombita chico, y el mote se lo puso Don Modesto, el genial crítico taurino de El Liberal de Madrid, quien también bautizó al fundador de la dinastía de los Bienvenida como el papa negro…sin embargo, es en ese entusiasmo donde hay que buscar la verdadera magnitud en la tauromaquia de José Antonio Morante Camacho: es su gran renovador en el siglo del animalismo hegemónico, el hombre que ha resucitado la pasión colectiva por una fiesta que para los millennials y los zoomers empezaba a ser una molesta rémora del pasado y, por supuesto, carne de prohibición para los políticos de la socialdemocracia.

Recuerdo una imagen de este verano en El Puerto de Santa María. En una de las terrazas que hay frente a la plaza de toros, un par de horas antes del festejo, vi un cartel pegado en una valla que representaba a Morante ataviado como un papa, con la mitra, la muceta y la estola. Era una imagen creada por la IA en un papel que alguien había impreso espontáneamente y pensé que aquello simbolizaba la nueva solera popular de los toros entre los españoles del siglo XXI. Se había roto una barrera. Ningún periodista con la autoridad de «lo publicado» proclamó a Morante el papa de la tauromaquia, sino la gente, motu proprio, seguramente a iniciativa en Internet de alguno de los miles de jóvenes a los que el morantismo ha llevado de nuevo a las plazas de toros y que pertenecen a un mundo radicalmente opuesto al que vivieron sus padres y abuelos. Pensé que era una imagen cargada de futuro precisamente porque trascendía al propio Morante.

Es un fenómeno contrastable sobre todo desde la pandemia. Morante de la Puebla siempre arrastró a toda una legión de partidarios por su condición especial, de torero artístico y a la vez de profundo clasicismo, también por su carácter algo místico y bohemio, barroco, personalidad de creador nato. A lo que me refiero es otra cosa y quizá sea el fruto de su arrojo al hacerse cargo de la tauromaquia entre 2020 y 2021, cuando la esquizofrenia covidiana casi se lleva por delante ganaderías, plazas, toreros y afición. Morante ha encarnado desde entonces, sin él proponérselo, un espíritu renovado de rebeldía y de subversión estética expresado sin complejos por los jóvenes de entre 15 y 30 años, a despecho de muchos aficionados veteranos y puristas incapaces de entender que si la tauromaquia se disocia del curso del tiempo y se queda en un culto de nicho, está muerta para siempre.

Hacía décadas que un torero no ocupaba la primera plana de los periódicos impresos y digitales, o abría telediarios con sus triunfos. Nunca como con él se habían hecho camisetas o pancartas,ni había surgido todo un imaginario pop que remite por otra parte, directamente, a la Edad de Oro, a los tiempos pre-futbolísticos de Joselito y Belmonte, cuando los toreros eran estrellas del pueblo y copaban tertulias o provocaban algaradas. El de 2025 fue otra vez un verano peligroso en el que España siguió su éxtasis artístico con un pellizco de asombro y admiración que tuvo algo de redentor de la nacional miseria.

Este morantismo es, no obstante, algo más que una pasión desaforada por un ídolo y tiene que ver con el rechazo de la vulgaridad demoliberal dominante; que es de naturaleza anglosajona y ontológicamente contraria a lo que históricamente se entendía por ser español.

Morante no es un hombre político. Una vez hizo campaña por VOX en La Puebla del Río y le quemaron la finca. Es amigo de Santiago Abascal, a quien brindó el último toro de su carrera, Tripulante, pero cuando sus corridas amagaron con convertirse en un espectáculo de patrioterismo de gintonic, se distanció de toda filiación explícita. Su ideario lo verbalizó una vez en El País: «es necesario frenar los ideales globales que pretenden acabar con la identidad de los pueblos».

Creo que aquí está la razón del morantismo que está revitalizando socialmente la tauromaquia. Los jóvenes españoles son el principal grupo de población expulsado de la administración de su propio país y de sus grandes resortes de poder. También son las víctimas principales de los monstruosos procesos económicos de la globalización, por ello quizá enarbolan a Morante como una bandera con la que expresarse sentimentalmente. Les regala raptos de belleza mortal y genuina con que sustraerse de la abrumadora mediocridad. Su inquietud se desahoga en una emoción tan viva e intensa como la que provocan los toros, un fenómeno que les vincula con lugares conocidos y confortables que pueden compartir con sus mayores.

He ahí el morantismo como iniciación y redescubrimiento, como una reacción en sentido estricto a una situación cultural de desamparo; como refugio popular en la intemperie de la ideología postnacional, cuyas consecuencias prácticas son la desindustrialización y la instrumentalización de las migraciones masivas para alterar el demos al que estos jóvenes pertenecen por nacimiento.

En nuestro mundo, un torero es un arquetipo que viene del otro lado del tiempo. Predica un misterio inteligible con un lenguaje tan olvidado como el latín eclesiástico o las runas de los bosques. Los toros son en gran medida ajenos a la sensibilidad de los españoles nacidos a partir de los 90. Los hijos de la globalización son indiferentes a este ritual sagrado que confronta directamente con la muerte y la fragilidad de la vida. Todos esos niños nacieron dentro de Internet y su imaginación fue colonizada por una cosmovisión muy diferente de la española. Su sensibilidad está distorsionada y su mirada al mundo está pasteurizada. La tauromaquia transgrede de manera brutal este nuevo canon que uniformiza el mundo globalizado, resulta intolerable en el parque temático naíf que es Occidente, alimentado a diario por las ingentes cantidades de porquería que vomitan TikTok, Instagram y Netflix. Que Morante convoque a tantos de estos jóvenes en la antigua liturgia que manifiesta la realidad de la muerte y del azar, de esa muerte que nuestro mundo oculta bajo la apariencia de un trámite burocrático y que ahoga en la asepsia incolora de hospitales y tanatorios, ¡es un milagro!

Este morantismo quizá sea también una llamada a la insumisión, una forma sentimental de populismo contra la homogeneización de nuestras costumbres y ciudades. Puede que la tauromaquia sólo pueda sobrevivir en este siglo como una expresión de desprecio al modelo impuesto que distribuye espacios, actividades y perfiles arquitectónicos en torno al consumo en masa de cientos de homo ludens desarraigados. Es fácil imaginar lo anacrónico de una plaza de toros levantada en medio de estos decorados de asfalto y hormigón en los que vivimos, llenos de riders de UberEats y Glovo y de carteles luminosos que no felicitan la Navidad sino «las fiestas».

Yo pertenezco a una quinta posterior a la de Morante y compruebo fácilmente que la tauromaquia es un vínculo con el pasado que pocos a mi alrededor insisten en dar continuidad. Somos las primeras generaciones arraigadas en el fútbol, no en los toros, una de las culminaciones de los tremendos cambios acaecidos en España en unas pocas décadas centrales del siglo XX. Pero el fútbol ya es pura mercancía de los capitales globales y camina irreversiblemente hacia la despótica y festiva universalización mercadotécnica. La propia continuidad con una traditio común es, en sí mismo, un valor opuesto a la volatilidad estructural con que se nos machaca por sistema. Pues como escribe Zygmunt Bauman en el prólogo de su Amor líquido, el nuestro es un mundo confuso, cambiante, incierto, «de individualización galopante y asombrosa fragilidad de los lazos humanos». Pero la tauromaquia puede ser un asidero moral contra esa «prescindibilidad» de la que estamos ya convencidos en nuestras «sociedades asediadas por jaurías brutales, dogmáticas y oscurantistas», en palabras de Jean Palette-Cazajus: un recordatorio de que un hombre todavía puede buscar su propio destino y rechazar formar parte de la masa brutalizada «sumida al determinismo y en el magma indiferenciado de la vida animal».

Puede que sólo sea una entelequia pero hay poder y hay grandeza en que un torero sea todavía paseado a hombros por el medio de esta aldea Potemkin. Hay jóvenes españoles que, huérfanos de referentes y despojados de comunidad nacional, vuelven sus ojos hacia la tauromaquia como reservorio de una forma de estar en el mundo intrínsecamente ibérica: de un contacto con la vida y con la muerte que les habla desde algunas de las habitaciones de su sangre. Ese es el legado del torero Morante de la Puebla.

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