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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 26 de noviembre de 2025

México: de demoliciones y prohibiciones / por Juan Antonio Hernández


'..La Florecita, asistimos a un final natural, casi biológico: la vejez venciendo a las piedras.

En la otra, El Relicario, somos testigos de un acto deliberado: el castigo disfrazado de modernización, la prohibición revestida de renovación, el crimen cometido en nombre del progreso..'

México: de demoliciones y prohibiciones

Por Juan Antonio Hernández
El apego, dicen los expertos, es una de las patologías más comunes del ser humano. Esa necesidad de aferrarse a lo material como si allí se nos fuera la vida; esa resistencia casi infantil a dejar ir lo que un día nos dio seguridad o refugio. En psicología, se entiende como un mecanismo para llenar vacíos. En la filosofía, como un lastre que impide crecer. En cualquier caso, un grillete voluntario.

Traslademos este fenómeno al mundo taurino: un ecosistema donde el aficionado suele confundir tradición con inmovilidad. Allí, el cambio no se discute, se teme. La modernización de espacios, de formas de comunicar o de entender el espectáculo se vive con sospecha. El taurino se aferra a la costumbre con la misma determinación con la que otros se aferran a un baúl de recuerdos: no porque sea útil, sino porque duele soltarlo.

Y así llegamos a México, donde dos demoliciones avanzan en paralelo. Una ya en marcha: la de la Plaza La Florecita en el Estado de México. La otra, más polémica: la sentencia de derribo de El Relicario en Puebla.

Son, en apariencia, dos tragedias. Pero nacidas de causas opuestas.

La Florecita murió de muerte natural. Un recinto coqueto, íntimo, casi doméstico, pero obsoleto para los tiempos que corren. Mil asientos, poco uso, mucha historia, sí… pero enclavada en un territorio donde la plusvalía exige algo más que nostalgias. Propiedad privada. Ciclo cumplido. Los catastrofistas lloran el derrumbe, pero nunca celebran el surgimiento de espacios modernos como Cinco Villas. Es el apego hablando por ellos.

El Relicario, en cambio, no es una muerte: es una ejecución. Y con firma política.

Inaugurado en 1988, donado por el ganadero Ángel López Lima al estado, con ubicación estratégica, junto al recinto ferial, al centro de convenciones, al museo de historia natural y con capacidad acorde a la ciudad. Es un espacio funcional, vivo, útil. Pero su demolición no responde a la lógica urbana, sino a la lógica partidista.

El gobernador de Puebla, Alejandro Armenta, ha seguido la línea prohibicionista de su partido, Morena, con un celo casi doctrinario. Y en su afán, no le basta prohibir: ‘hay que borrar’. Hay que dificultar. Hay que impedir que el toreo pueda resurgir aún si la justicia lo permite. Derribar la plaza es, en el fondo, un gesto simbólico: arrasar el terreno para que, incluso si la ley vuelve a dar paso, no haya dónde ejercer ese derecho. Es la puntilla al toro cuando ya está vencido.

Dos demoliciones. Dos duelos.

En una, La Florecita, asistimos a un final natural, casi biológico: la vejez venciendo a las piedras.

En la otra, El Relicario, somos testigos de un acto deliberado: el castigo disfrazado de modernización, la prohibición revestida de renovación, el crimen cometido en nombre del progreso.

Y quizá la reflexión más dura sea esta: entre el apego que nos impide avanzar y el poder que destruye para imponer, la tauromaquia queda atrapada en un fuego cruzado donde todos pierden… menos los que nunca han pisado una plaza de toros.

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