El toreo se ha sacrificado en la defensa sanitaria como ningún otro frente. Ha cerrado sus plazas, renunciado a sus ingresos económicos, mandado sus sagrados animales al vil matadero y sometido sus trabajadores al paro. Los muy escasos ritos oficiados, los menos en más de trescientos años, han sido virtuales o con insignificante público. Apenas para mantener las constantes vitales básicas del culto.
En abril pasado, cuando la peste avanzaba, Morante de la Puebla, (figura) se consoló diciendo: “que no haya toros este año tampoco es el fin del mundo”. Ya vamos en el otro y que pregunten por los renglones medios e inferiores del escalafón a ver cómo anda hoy ese mundo.
Mas no es la vía exigir la salvación de la industria sumándose a la complicidad que se tiene con el contagioso apretujamiento de multitudes en otros ámbitos; transportes, teatros, manifestaciones, comercios, conciertos… Esos desafueros no afectan únicamente a quienes incurren sino a todos. Cada contagiado allí multiplica y se hace agresor general.
Sin embargo, racionalmente hablando, la corrida se puede realizar con sanidad en plazas abiertas, bien ventiladas, permitiendo una proximidad segura inferior al conflictivo metro y medio entre espectadores (con mascarillas, etc.). Retomando así porcentajes de ocupación, sino siempre del 50%, sí cerca de los frecuentes antes de la pandemia.
Eso requeriría claro, esfuerzo empresario, reducción de costos y ganancias para todos, disciplina social, pero antes actitud equitativa, desprejuiciada y sincera de las autoridades regionales y nacionales. Las cuales, ejercidas en diversos lugares por partidos rivales entre sí, hasta hoy en lo único que han coincidido es en su geométrico rigor con la fiesta.
No vale andar diciendo que se defiende la tauromaquia, que se respetan los derechos de los trabajadores y que se les ayuda, cuando las acciones van en contrario. Se previene para seguir viviendo, ¿sino para qué?
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