La vida diaria de los pueblos ya no se rige por las campanas de la parroquia, sino por los horarios de los programas radiofónicos o televisivos; la radio y la televisión han sustituido al púlpito y al confesionario, el videoclub a la novena; en las fiestas patronales ya no se trae al predicador de campanillas, sino al currinche de moda, para que haga el pregón, que no el sermón, y en las inauguraciones de establecimientos la grabadora y el tomavistas ocupan el lugar del pozal y el hisopo. Las últimas palabras del torero Paquirri no las recogió un sacerdote, sino un cameraman, y cada vez que toma posesión un cargo alto, mediano o pequeño, en lugar de prestar juramento sobre los evangelios y ante el crucifijo, formula una «promesa» ante un mazo de micrófonos. Los artilugios de manipulación de masas son los objetos sagrados que venera el pueblo soberano, y los nuevos cargos, cuyo poder de este al parecer emana, se inclinan por ello ante los símbolos de la nueva clerecía, y ante ellos y sobre ellos «prometen» lo que sea de rúbrica.
En una de esas tomas de posesión con promesa y micrófonos, un flamante presidente de la Audiencia Territorial de Sevilla, cántabro de nación y miembro de ese colectivo o colector que llaman Jueces para la Democracia, complemento jurídico del llamado Cristianos para el Socialismo, dejaba constancia de su talante progresista al enunciar la máxima deontológica de cuño sartriano de que «el juez debe mancharse las manos con el trabajo». Las manos con el trabajo, que yo sepa, siempre se las ha manchado el obrero, porque el pobre no ha tenido más remedio, nunca los miembros de las profesiones liberales, entre los que hasta ahora figuraban los jueces. Ahora las cosas son distintas. Ahora los jueces son «jueces para la democracia» que leen a Sartre y se sienten obreros, y como obreros y sartrianos tienen el deber de ir con las manos sucias. Ahora que el obrero, gracias al paro, a la huelga y al partido socialista y obrero a través del que manda, va por fin con las manos limpias, vienen estos jueces a remangarse las puñetas y hundirse hasta los codos en trabajo y democracia.
Yo creía que el trabajo, y no solo el de las profesiones liberales, era algo noble y limpio, y que con él no había mancha ni desdoro posible. Craso error. La justicia democrático-sartriana me dice que el trabajo mancha, que el trabajo pringa, que el trabajo ensucia, físicamente el trabajo manual, moralmente el intelectual, al menos en lo que a esos jueces se refiere. Ellos sabrán por qué lo dicen. Deben de tener en mente los trabajos con los que otros ilustres colegas, desde Fouquier-Thinville hasta Vichinsky, contribuyeron desde su ciencia jurídica a la implantación de la democracia y el socialismo.
En todo pensamiento jurídico hay una ética y una estética, es decir, una idea de la moral y una idea de la cultura, y esa cultura y esa moral son, en el pensamiento de los «jueces para la democracia», la contracultura y la moral permisiva a la que por pura economía semántica me voy a permitir llamar contramoral. Tanto la contramoral como la contracultura nacieron a finales de los 60 bajo el signo de lo sucio. La mugre fue, con la greña, uno de los signos externos de la contracultura y la contramoral: la mugre progre y la greña jacobina.
Nada más lógico, pues, que una justicia identificada con la greña y la mugre tenga que trabajar con las manos sucias. Porque es inevitable que se ensucie las manos todo juez que, en aras de la contramoral, de la contracultura, haga caso omiso de una legislación anacrónica, basada en una idea trasnochada de la cultura y la moral.
Por no mancharse las manos, es decir, por atenerse al espíritu y a la letra de la legislación penal vigente (en 1987) en materia de escándalo público y a los conceptos éticos y estéticos que la inspiraban, un par de jueces que seguían creyendo que la ley positiva tiene un rango superior a las mudanzas políticas se verían desautorizados por sendos sartrodemócratas presidentes de Audiencia y expuestos al ludibrio de los medios de manipulación de masas. Aplicar la ley vigente a unos exhibicionistas pasivos o activos era, por lo visto, una incalificable provocación, impropia de la prudencia que acompaña a la justicia en la teoría de las virtudes cardinales.
Más actualizados o más cautos, otros jueces en las antípodas de España extremaban esa virtud de la prudencia hasta el punto de ponerla incluso por encima de la justicia, según denunciaba el entonces delegado del llamado Gobierno central en esas desdichadas Provincias Vascongadas. El señor García Damborenea, curtido en la abnegada labor de presenciar en silencio continuos funerales de guardias civiles, de policías nacionales o de simples viandantes asesinados por equivocación, al ver que también les tocaba la china a sus correligionarios de la Casa del Pueblo de Portugalete, crispó el puño, cantó La Internacional y les cantó las cuarenta a los jueces sartrianos de las manos manchadas en la administración de la prudencia. Si el señor García Damborenea hubiera hecho la vista gorda o guardado un minuto de silencio cuando una pobre correligionaria socialista ardía como una antorcha, que es lo que se hace cuando a un guardia civil le vuelan la cara, no habría provocado al flamante presidente de la Audiencia Territorial de Sevilla a que lo acusara, manchándose sartrianamente las manos, de haber «entorpecido sistemáticamente… el pacto de gobernabilidad del País Vasco».
Todo se democratiza;
barato y a la carrera
se hace todo…
Ya todo es uno y lo mismo.
El sexo es una entelequia.
Los hombres y las mujeres,
como ellos dicen, se encueran
por menos de nada… y nada,
ni notan sus diferencias.
Los Machado son lo único moderno en esta España retrógrada; lo único limpio en esta España de las manos sucias.
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