–No hay duda que ese día todo cambió para mí, pues de no haberme tropezado con Jesús Nieves quien sabe dónde estaría.
Antoñete sería un punto de referencia anecdótico para algunos aficionados. Así comenzaba el relato de su vida en Caracas, aquella mañana en los jardines alrededor de la piscina del Hotel Tamanaco junto a Karina, su esposa. La madre de Marco, su hijo, el que lleva por nombre el agradecimiento de Chenel hacia una familia, los Branger-Llorens quienes le dieron el afecto que no tenía cuando llegó a Venezuela en 1977...
–Todos habían olvidado al “toro blanco”, nada era igual.
Con sus dejos de frágil apariencia, el torero madrileño rompió el cintillo que ahorca el celofán de la cajetilla de cigarrillos. Con el ritual que podría tener un sacerdote en la Eucaristía, Antonio Chenel le quitó el papel de plata a la cajetilla de Winston, la que guarda el aroma del tabaco en los rubios pitillos americanos. –Muchas cosas me han pasado en la vida, pero esa, la de haberme encontrado con Jesús Nieves, ha sido de las más importantes.
Jesús Nieves fue un aficionado práctico caraqueño al que el Colegio de Economistas de Venezuela encargó la organización de un festival taurino, en el Nuevo Circo de Caracas. Fue a mediados de la temporada de 1977. Nieves contrató un grupo de toreros que estaban a tiro de piedra a la mano en Caracas. Manolo Escudero de visita en casa de Federico Núñez y los emblemas criollos del toreo: Luis Sánchez Olivares “El Diamante Negro” y Alí Gómez “El León de Camoruco”. Se agregaron los mexicanos Fermín Rivera y Pepe Luis Vázquez, con sólo discar el teléfono les contactó; pero, Jesús Nieves se empeñó en que “Antoñete” debía estar en el cartel y aunque desconocía su paradero, insistía.
Nieves viajó a Madrid, y contactó a Manolo Cano quien se puso con el desaparecido torero del mechón, a quien contrató para torear el festival de los economistas.
¿Por qué se empeñó Nieves en contratar a Antonio Chenel “Antoñete” para un festival taurino en Caracas?
La razón sencilla que la compende al vuelo un buen aficionado. “La culpa fue de César Girón, muerto en un accidente de carretera seis años antes”.
Girón, que entrenaba a diario con Nieves en el Nuevo Circo, y en los espacios durante la tertulia no se cansaba de repetir que el mejor torero que había visto era “Antoñete”.
Y Nieves se preguntaba cuán bueno debía de ser aquel torero, que César Girón no paraba de elogiar.
–Aquella noche llegué tarde a este hotel, al Hotel Tamanaco, pero sólo me permitieron pasar la noche porque todo estaba ocupado. Tuve que irme allí enfrente, al Holiday Inn.
Karina, la esposa del maestro, es testigo de nuestra conversación en la terraza del Hotel Tamanaco. Es una terraza amplia que se asoma al valle de Caracas con vista a la Cordillera de La Costa, al cerro Ávila en un paisaje con impresionante despliegue .
Quiso “Antoñete” que todo comenzara por el principio.
–Quiero comenzar aquí, por donde todo empezó. Es una manera muy simple de agradecer el privilegio de ser tocado por la varita de la fortuna.
¿Es usted creyente?
–A mi manera. De una forma egoísta, sumamente egoísta; sí, sí creo en Dios y en la Virgen de La Paloma.
–En la Virgen porque desde niño veía a mi madre encenderle todos los días un cirio a la Paloma. ... Además, cuando más hundido he estado en la vida es cuando más he creído en Dios, porque he sentido cómo me ha echado la mano para agarrarme fuerte sin dejarme caer. Puedo decir que le he sentido a Dios muchas, pero muchas veces y por eso te digo que he sido un privilegiado en esta vida, un hombre que a mi edad tengo el privilegio de hacer lo que quiero, que lo que más me gusta es torear y hablar de toros y porque me reúno y tengo amistad con quien quiero, como es el caso de Karina, mi esposa, mi amiga, mi compañera...
Los festivales de Caracas fueron en junio del 77 y a los seis meses reapareció como matador de toros en Margarita.
–La reaparición en Margarita fue el 18 de diciembre de 1977, y en decidirme a dar ese paso tuvo mucho que ver mi gran amigo Curro Girón, hermano de César y un gran torero.
-Él me entusiasmó, yo estaba deprimido y creí que todo había acabado. Cuando amanecí el 19 de diciembre del 77, sabía que podía volver a ser figura del toreo.
Vinieron varias corridas en Venezuela. Una en Guanare con unos impresionantes toros de Rocha con Curro Girón y Juan Diego y la reaparición en Caracas junto a Manzanares y Pepe Cámara. Con una gran corrida del ganadero amigo don Manuel de Haro que le llevó al célebre festival en Lorca donde Emilio Mera lo puso en contacto con Sayalero y Bandrés, quienes en Benalmádena, al año siguiente, le propusieron una exclusiva de 15 corridas de toros a un cerro de millones de pesetas.
En los antecedentes de todo esto recuerda el madrileño Chenel la figura de Manuel Rodríguez “Manolete”...
–Vivir en la Conserjería de la Plaza de Toros de Madrid tuvo mucha influencia en mi vida, pero lo que más me estimuló fue ver un día a Pepe Luis Vázquez ,la tarde de su presentación como novillero y descubrir en el Patio de Caballos de Las Ventas a Manuel Rodríguez “Manolete”.
Dice “Antoñete” que fueron el empaque y la personalidad del “monstruo” lo que le impresionó...
–Porque ni Pepe Luis ni Manolete influirían en mi formación, ni en manera de hacer el toreo. El concepto del compás abierto me lo inculcó Juan Belmonte, al que vi en el festival de Conchita Cintrón. Le vi a Belmonte echar pie en tierra, porque salió aquella tarde de rejoneador, y hacerle cosas a los toros que signaron mis maneras como torero. Al torero que he visto reflejado en mi interpretación del “belmontismo” es Rafael Ortega, torero que cada vez que le veo en el video le descubro semblanzas de extraordinario artista.
“Antoñete” recuerda con admiración a Domingo Ortega.
–El temple, el temple que tenía Ortega con el capote por el lado izquierdo era asombroso. Los toros que llegaban a la jurisdicción convertidos en torbellino, se convertían en remanso. Claro, era con los toros de aquella época; el toreo de Ortega no hubiera sido igual con los toros de hoy.
¿Cómo es eso?
–Muy fácil. El toro de hoy es el toro con más edad, con más peso y con más trapío que se ha lidiado en la historia del toreo. Pero dicen los libros... Habrá salido uno que otro toro terrorífico, pero no como ahora que todos los días son terroríficos. Los toros célebres de antaño hubieran sido rechazados por los veterinarios en el apartado de Madrid. Todos los toros de Guerrita y muchos de Joselito y de Belmonte.
¿Está de acuerdo con las exigencias de los veterinarios de Madrid?
–De ninguna manera. Lo que se le debe exigir a un toro es edad y trapío. El peso es secundario. No vale un toro gordo si no puede andar. Lo que importa es la edad y que sea armónico, que reúna las características de su raza. No se puede pedir a un Santa Coloma que se parezca a un pablorromero, ni un Miura a un Conde de la Corte. Los estereotipos de los veterinarios de Madrid, de la autoridad en general, han creado una especie de veda para algunas ganaderías muy buenas que hay en España. Ya no van los Murubes ni los Buendías, tampoco los toros de Coquilla a Las Ventas, y esas fueron ganaderías que escribieron las páginas más importantes de la historia taurina de Madrid.
Ha pisado terrenos de muchas ciudades, ¿Hay alguna ciudad que le haya impactado?
–La Ciudad de México, no hay duda; fue en el año de 1953. Me impresionó su grandeza, en especial el torerismo que se vivía entonces en México. Era una vida de torero mucho más intensa que Madrid o Sevilla. Me impactó México porque fue mi descubrimiento de América. Llegué en un Constellation, aquellos gigantescos aviones que cruzaban el Atlántico en una eternidad. Un viaje larguísimo, con muchas escalas. Me impresionó en México el trato respetuoso que se le daba a los toreros y la calidad de los aficionados.
¿Los mejores aficionados?
–El de México ha sido el público más apasionado que he conocido. Para bien y para mal; pero el público más enterado era aquel de Lima de los años cincuenta. Todo cambió, volví a Lima luego y ya no era igual. Igual te digo de la afición de Caracas, la que conocí en los años sesenta. ¡Qué difícil era cortar una oreja en el Nuevo Circo!
–Madrid para mí es muy especial. Es mi pueblo, crecí en la plaza de toros. Viví en Las Ventas años muy especiales de mi vida. De niño, después de las corridas, junto a los chavales nos metíamos por los tendidos a recoger colillas de cigarrillo. Era tabaco negro, que metíamos en bolsitas de papel para revenderlo luego. No había pitillos, los fumadores liaban sus propios cigarrillos. Allí me aficioné a los toros y al tabaco. Desde entonces los tres vivimos unidos. Madrid tiene sus días. Los hay que quieres quemarlos a todos, y también cuando los amas. Es una gran plaza. Sevilla es otra cosa, más torerista, más sensible al detalle. El buen aficionado sevillano es más escrutador, ve cosas que no ven los demás.
Habla usted, maestro, del torerismo de Sevilla. ¿No cree usted que es allá, en Andalucía, donde está la esencia del toro bravo?
–Si me preguntaras por un ganadero te mencionaría a un ganadero de Salamanca. A don Atanasio Fernández. Para mi el mejor que he conocido. La primera vez que fui a su ganadería fui a la tapia. Un día de mucho frío en una época de demasiada hambre. Ya al final del tentadero se acordó de mi que estaba acurrucado y relleno de papeles de periódico para cobijarme y romper los puñales del viento que me taladraban. Era una vaca vieja, muy toreada, me pegó una paliza. Ni a comer me invitó don Atanasio. Andando y rumiando mi disgusto me prometí en el camino regresar a Campocerrado allá en Yeltes, Salamanca, pero como matador de toros. Y lo hice, también hice amistad con don Atanasio, a quien le gustaba mi forma de tentar. Tanta amistad hicimos que le tentaba las vacas con las que él se quedaba y también las vacas que vendía. Lo hice por muchos años, ha sido el ganadero con mayor sensibilidad que he conocido. Él descubría la vaca al rompe, sabía de su casta antes que le pegaran el primer puyazo. Poco le importaba si era o no cómoda para el torero, él siempre buscaba otra cosa para quedarse con ella. Se apoyaba mucho en su mayoral, Domi. Un auténtico fenómeno. Sólo comparable a Severiano de don Antonio Pérez. Ellos, Domi y Seve, son los mejores mayorales que he conocido.
Pero usted es ganadero de Ibarra, de Murube. ¿Por qué?
–Ha sido con ganado de Murube que conseguí mis grandes triunfos en el toreo. Si no los más espectaculares, sí los más importantes. Esos éxitos que son clave en tu carrera. Las tres orejas de Madrid con un toro de Félix Cameno, mis éxitos en Las Ventas con los toros de Fermín Bohórquez. Y también porque mi gran amigo Pedro Gutiérrez, “El Niño de la Capea”, ha sido amplio y generoso conmigo.
-El Capea me dio al toro Romerito además de muchos consejos. Hemos hecho más amistad, Pedro y yo como ganaderos, que la que hicimos cuando toreábamos juntos.
-El Capea va a marcar un hito en la historia ganadera, porque con la casta que le sobraba en el ruedo se la echa a la ganadería y ha levantado la bandera de Murube en medio del campo de batalla de los parladés. Estas son las cosas bonitas del toreo, la competencia con las mismas armas y dando la cara. Pedro es un gran hombre, un gran torero y un gran ganadero.
¿Qué torero recuerda usted en una dimensión especial?
–César Girón. Le recuerdo por su carácter y disposición al sacrificio. Le conocí en la plaza de toros. Llegó con un jersey una fría mañana. Apenas me vio me preguntó: ¿“Te hago un toro para entrar en calor? Desde entonces le llamamos “El niño del jersey”. Ese suéter se agujereó con el paso de los días y César lo rellenaba de papel. Cuando César Girón estaba en España no se fumaba ni un cigarrillo ni se tomaba una copa. Sólo vivía para el toro. Era todo sacrificio porque su meta era ser figura del toreo. Como amigo fue extraordinario: generoso y amplio en la amistad. Ha sido un personaje irrepetible, un gran hombre y un extraordinario torero.
Antoñete hace una bola de papel con los restos de la cajetilla de Winston, busca con afán un cesto y al no descubrirlo guarda en un rincón de la mesa los restos del paquete de tabaco. Con la mirada perdida en la luminosa amplitud del valle de los Caribes recuerda el día más duro de su vida...
–Fue el día que decidí hacerme banderillero. Abandonarlo todo. No soportaba más fracasos. Había fracasado como torero y también en el matrimonio, las cosas no pudieron haber salido peor. De la amistad me quedaban ingratos recuerdos. Los negocios no se hicieron para mí. Mi vida era una ruina. Decidí que me iba a meter a banderillero. Se lo comuniqué a mi cuñado, a Paco Parejo, casado con mi hermana mayor y que era el veedor de la empresa de Madrid. Paco me dijo que él me podía poner en Las Ventas con una corrida de Félix Cameno, que debía probar suerte. Te diré que Paco ha sido el mejor aficionado al toro que he conocido y su propuesta me insufló confianza y como me gusta apostar aposté a mi futuro con un envite más.
¿Y qué tal?
–Corté tres orejas y salí por la Puerta Grande. Todo cambió para mí y viví otra de las muchas etapas que he vivido en mi vida de torero.
Hay fotos impresionantes de esa corrida...
–Entre ellas la que más me ha gustado. Es una gráfica de Botán, un natural. El toro larguísimo va metido ante la muleta. Esa foto mía es la que más me ha gustado. De otros toreros, la de Manolete con el Miura en Barcelona.
Conocí a Manolete en el patio de caballos de Las Ventas y sabía que era un tío alto, y al verle a aquel toro de Miura que era tan alto como Manolete me impresionaba verle tan sereno y tan seguro en esa foto. Es la foto que más me ha impresionado.
Pero habrá tenido días que recuerda con especial afecto...
–Sí, aquel cuando abrí la puerta grande de Madrid en 1953 y salí a hombros por primera vez. También la tarde de mi reaparición en Madrid, en 1965. Incluya las últimas actuaciones en Madrid.
¿Y los momentos más tristes?
–En 1961, cuando pensaba que no valía la pena vivir la profesión de torero, estaba muy amargado.
¿Un apoderado? –Sánchez Mejías. Para mí el ideal. Sabía meterse en tu interior y como su manera de pensar y de actuar era de torero, te entendías con él a la perfección. Murió en Lima cuando yo toreaba un festival en Acho. Se sintió mal en la plaza y creyó que era algo del estómago, una indigestión. Se fue al hotel y cuando llegamos había muerto de un infarto. Me hizo mucha pero mucha falta.
Una cuadrilla ideal.
–El Chimo, el de Manolete, como Mozo de Espadas. Gabriel González de banderillero y Parra padre de picador.
¿Cuál ha sido para usted el mejor empresario?
–Don Pedro Balañá, padre, de los de antes, y Manolito Chopera de los de siempre. El primero era un visionario. Don Pedro gozaba con descubrir toreros, organizar las cosas a su manera pero en bien de la fiesta. Sentó las bases de una proyección sobre la que vivió España momentos muy difíciles. Manolo Chopera es distinto, es un gran arquitecto, el constructor de la empresa taurina moderna. Ha sido un revolucionario en el toreo, hizo de la empresa taurina el gigante industrial que es ahora. Sin Manolo Chopera Madrid no sería lo que es ahora. Cuando se enteren lo que está haciendo en San Sebastián, su tierra, el mundo va a dar un vuelco. Primero de sorpresa y luego porque todos, como siempre, seguirán su ejemplo Pedro Balañá padre, y Manolito Chopera.
Las artes en el toreo.
–Roberto Domingo ha sido el mejor entre los grandes pintores de la fiesta de los toros. Por lo que a mi respecta, y entre los escultores el mexicano Humberto Peraza. Recuerdo en la Zona Rosa una vitrina que exponía un Manolete despeinado, con la muleta a rastras, un rostro agobiado y el estoque en la mano derecha, imperioso y vencedor el acero. Ha sido el bronce más impresionante que he visto. También, y del mismo autor, recuerdo un encierro. Cuando vi esas obras no tenía con qué comprarlas. Pero te puedo detallar cada una de ellas como si las tuviera frente a mí...
¿Qué crónica recuerda?
–La de K-hito cuando tituló en Toledo: “Antoñete coge el mando en el toreo.” Esa tarde corté cuatro orejas y la crónica la publicó en Dígame.
Un personaje en su vida.
–Dominguito Dominguín. Él hizo cosas increíbles, como la de organizar corridas de toros en Belgrado, con el mariscal Tito. Impresionantemente culto, enterado de todo y bien informado, fue un hombre inteligentísimo. Domingo gustaba de hacer pulso con su inteligencia. Era provocativo y les retaba a todos. Su muerte fue, sin lugar a dudas, un exceso del volcán que llevaba dentro... Si hubiera alguien capaz de escribir su biografía, sería un libro abierto de enseñanzas.
¿Por qué el Real Madrid?
–Porque cuando era niño el Madrid era el equipo del pueblo. El estadio de Chamartín, que no es la sombra del Bernabéu de ahora, estaba abierto para nosotros los chicos pobres de Madrid. El otro campo era el del Atlético de Aviación, un equipo de los militares, afecto al franquismo y a los militares. Era muy lejano para nosotros. Al Real Madrid lo traigo de la mano desde mi niñez. Es parte importante de mi vida.
Un gran día con el Real Madrid
–Fue un día que toreé en Beziers y que el Madrid jugaba la Copa de Europa en París. Terminada la corrida me fui en coche hasta París. Ganamos la Copa y sentí mucho más que un triunfo deportivo. Era un triunfo de España en el extranjero. Se siente muy lindo vivirlo. Fue el gran día, No lo dudes.
Usted ha sido un gran bohemio, un hombre deseado por las mujeres y al que la vida ha retado muchas veces. La música y la poesía son baluartes de la bohemia bien entendida, maestro, ya para terminar, podría darnos el nombre de una canción, de un autor...
–De una canción, “El siete leguas”, la recuerdo porque estaba de moda cuando llegué a México. Creo que era El Charro Avita el que la cantaba en la radio, pero los mariachis de todo México la tenían por emblema. Mis dos grandes compañeros en mis días y noches de soledad han sido Manolo Caracol y José Alfredo Jiménez.
Bastaría hurgar en las letras de sus temas para saber porqué...
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