Cuando casi salpicaba la sangre a los televidentes, cuando los terremotos estremecían sus poltronas, cuando los niños morían de hambre frente a todos, cuando las lágrimas ajenas mojaban las mejillas propias, cuando los locos tiroteaban supermercados, escuelas, restaurantes.... Los hipócritas mediáticos vetaban la transmisión de corridas por “crudas y crueles”, y empresarios, ganaderos y toreros les hacían el juego negándose con virginal pudor a dejarse televisar.
Y era que no lo necesitaban. Las taquillas asediadas por multitudes para las cuales no alcanzaba el papel, hacían que esa plata sobrara. El negocio era tan próspero, quizá excesivo; se vendían todos los toros, todas las entradas, todos los carteles y acá y allá la clientela se abonaba de por vida. Todos ganaban. Sí señor. Es que no hace mucho, apenas en el 2008, último año en que un solo matador (El Fandi) subió a las 126 corridas toreadas. Luego vinieron en fila crisis, declive, pandemia y, claro, la necesidad...
Entonces, casi en artículo mortis, una empresa (Movistar) logra entrar cual rescatista para sacar la corrida del atolladero a ser mirada en escala global con todo detalle. Más íntima y ubicuamente que en la plaza. Y el tendido se amplió, virtualmente al infinito. También pagando por supuesto, lo cual puede multiplicar los ingresos en la misma proporción.
Sin embargo, no ha pasado sin dudas, reticencias ni críticas. No hay que desesperar, es natural, es bueno, estimula. No hay nada perfecto, y, además, como decía Voltaire: lo perfecto es enemigo de lo bueno. Y al parecer la buena televisión llegó al ruedo para quedarse. Con ella hemos topado. Quizá sea el camino de salvación.
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