Su preocupación por los chavales que andaban entre capotes y muletas, el interés que ponía en buscar soluciones a la torería, o mejor dicho: erradicar los males de este espectáculo. Pero él era consciente de que dicho espectáculo caminaba por los derroteros de la decadencia, que ya no despertaba la fascinación de antaño y que ninguno de los actores de este teatro real moría en el escenario.
Pasaron algunos años desde su muerte en Teruel ante un toro no comercial, de aquellos que nuestras queridas figuras no quieren ver ni la vaca que los parió. Es como decía nuestro compañero Pla Ventura, que ni Fandiño ni Víctor Barrio fueron víctimas de unas terneras made in Domecq. Pero, lo que sí es una realidad actual es aquello del toreo previsible, del postureo, de la danza de unos señores ataviados de luces que mecen los engaños ante unos pobres animales que apenas pueden con su alma.
Por ello, los últimos fogonazos de verdadera tauromaquia lo tuvimos en Albacete con unos victorinos, que aunque ya no tienen que ver con los que criaba el abuelo, donde recibían tres varas por cabeza y nunca rodaban por la arena; estos últimos si rodaron con sólo un puyazo y con apenas 500 kilos de promedio. A pesar de eso, vimos esa grandeza que siempre anhelamos, al igual que el regalo que Emilio de Justo nos hizo hace unos días en Madrid.
Víctor Barrio tenía muchas razones para pronunciarse de esa manera. Claro, que nadie esperaba que fuera precisamente él quien pagara con su muerte la irremediable verdad de un arte que comulga con la belleza, vida, y la propia muerte. De ahí los lamentos de su madre: “Tenías que ser tú, precisamente tu”.
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