El torero siempre quiere torear y, en honor a la verdad, lo que menos les preocupa es el dinero. Claro que, desde su fuero interno, aunque tengan pocas luces siempre albergan la esperanza de que, aunque poco, algún dinero haya quedado tras la temporada. Al final, oh, desilusión al más alto nivel porque no ha quedado nada, es más, el torero ha quedado endeudado con el apoderado porque lo que se ha ganado no ha bastado para cubrir todos los gastos. ¡Contrato roto, no queda otra opción!
El apoderado trata de explicarle al torero que, los festejos contratados han sido a la trágala, es decir, si aceptas lo que hay bien, y si no lo aceptas te quedas en tu casa. Una disyuntiva difícil de asimilar que, como dije, es la que lleva a las rupturas de tantos contratos verbales o apretón de manos como dicen los taurinos que, al final, no quedan en nada. ¿Qué nos viene a decir este tipo de circunstancias? Está clarísimo, que no hay dinero por ninguna parte y si queda alguno se lo lleva el empresario que, crematísticamente es el que asume el gran riesgo.
Me pongo en la piel de los toreros y me entran escalofríos porque, aquello de enfundarte el traje de luces para jugarte la vida y, cuando llegas al hotel y te dicen que no ha quedado nada, ni siquiera para cubrir los gastos, el disgusto debe ser de época.
Y, lo más sangrante de la cuestión es que, esa dura realidad que se descubre después del festejo, es algo que debería saberse antes, digamos que, todo apoderado debería de participarle al torero las condiciones en las que se acude a una determinada plaza de toros, cosa que no se hace nunca y por ahí llegan las decepciones más grandes que, al final, hasta se convierten en depresiones. A ver quién es el valiente que no se deprime cuando comprueba que se ha jugado la vida y no puede ni comprarse un paquete de tabaco como antaño se decía.
Difícil es el problema pero más angustiosa es la solución. Lo digo porque he visto liquidaciones de toreros esta temporada por valor de tres mil ochocientos euros en bruto de los que, el torero tiene que pagar la cuadrilla, el hotel, la comisión, los impuestos para que, al final, como digo, todo quede en números rojos por doquier. Es tremendo lo que digo, pero es una verdad que aplasta. Es cierto que, dadas las condiciones en las que muchos diestros han toreado en esta atípica temporada se pueden entender muchas cosas pero, la cuestión no viene de ahora, es un mal que venimos arrastrando desde muy lejos y, como digo, lo más sangrante de la cuestión es que no le vemos la solución.
En qué ha queda este tema, por Dios. Pensar que, por ejemplo, en los años ochenta cualquier torero que hiciera diez paseíllos arreglaba su temporada y, algunos, los más sagaces y ordenados, con lo que ganaban lo invertían y arreglaban su futuro. Y no hablo de las figuras que, sin duda, eran todos multimillonarios, incluso, como dije, muchos novilleros se hicieron ricos antes de doctorarse, caso de Pepe Luis Vázquez al que he nombrado muchas veces pero que, ante todo, es una referencia de cómo estaba el toreo y en qué ha quedado.
Triste sino el de los toreros actuales que, como Dios no lo remedie, algunos se verán con cincuenta años y sin oficio ni beneficio y, lo que es peor, sin un euro en sus bolsillos. ¿Se puede entender que un torero sin relumbrón haga el paseíllo en Madrid y apenas le quede para comprarse un capote? Y, cuidado, he hablado de Madrid, ¿imaginamos idéntica situación en una plaza de pueblo? Sobran las palabras.
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