'Doña Juana la Loca', de Francisco Pradilla (Museo del Prado). Doña Juana contempla el féretro de su espeso, Felipe el Hermoso, durante su traslado de Burgos a Granada.
Esta necia civilización que nos arrebató lo más grave en nuestras vidas: el estupor venerable ante los muertos.
Los muertos
Gabriel Albiac
El Manifiesto / 22 de diciembre de 2021
Diluvia sobre la noche de difuntos, que los borrachos apodan, a destemplados gritos, Halloween. Empapado hasta los huesos, camino a casa, me vuelve el tintineo de un octosílabo que aprendí de niño. Y que sólo más tarde supe uno de los más bellos de esa luz refinadísima con que el romance inventa la lírica popular española. Pero eso fue hace medio milenio. Y un refinamiento así, lo sé inimaginable en nada que se diga popular en este siglo analfabeto. ¿Es que alguien puede ser tan ignorante o tan idiota como para llamar a esto progreso? Pensemos en lo que hoy rueda como ritmos populares en la cabeza de cualquier devorador de telebasura. Y evoquemos la elegancia de los ritmos que modelaban la estética de los humildes castellanos del siglo XV.
La sutileza de esta mínima joya, por ejemplo, que es el romance en el que «El Cid moribundo se despide de sus amigos». En depurada forma literaria, como en grave contenido estoico: «Mortal me parió mi madre, / y pues he de morir luego, / lo que el cielo dio de gracia, / non lo pidáis de derecho». En los romances populares están los hilos con que la gran reflexión poética del Renacimiento y el Barroco marcarán —soñaba yo, pobre de mí, que de un modo indeleble— la reciedumbre del alma, la única alma verdadera, de la nación. La que cincela Jorge Manrique: «partimos cuando nascemos, / andamos mientras vivimos, / e llegamos / al tiempo que feneçemos; / así que cuando morimos, / descansamos». La que los endecasílabos de Quevedo revestirán de devoción a lo único que permanece: la sabiduría. «Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos».
¿Es posible invocar muerte y consuelo con mayor belleza? Sí, es posible. Luis de Góngora: «la razón abra lo que el mármol cierra», sobreviva la inteligencia a aquello que la piedra tumbal clausura. Sobreviva la belleza del endecasílabo a la bella Duquesa de Lerma, «ayer deidad humana, hoy poca tierra».
Poca tierra, sí. Y soneto prodigioso, que la instala en la más alta de las eternidades
Bajo el diluvio de la noche de difuntos —que necios alcoholizados llaman Halloween— añoro la serena grandeza perdida. Sólo lo hortera pervive.
Antaño, cuando era joven, soñaba yo con recuperar ese sentido hondo de la muerte en lugares aún no pervertidos por esta necia civilización que nos arrebató lo más grave en nuestras vidas: el estupor venerable ante los muertos. Fantaseé las noches de difuntos en Haití o en México como rescoldos de una percepción sagrada de lo humano aquí inhallable. Hoy sé que el mundo todo es un gran parque temático para el mejor recreo del turista: de ese turista en que nos hemos transmutado todos, aun en nuestros propios hogares. Y la muerte, al turista, en nada le concierne. Ni la literatura.
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