Al aire de su vuelo
"..La terna que se vino a despachar la adolfada estaba compuesta por Antonio Ferrera, de blanco y oro con cabos negros; Manuel Escribano, de obispo y oro con cabos blancos y José Garrido, de aguamarina y azabache.."
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
Tercera entrega del triduo torista, triduo de Albaserrada, que en palabras del aficionado R. ha acabado siendo un quinario, que hemos pasado mansamente aposentados en la dura piedra, ávidos y alerta, esperando al toro, como el que espera a Godot. Hoy, como remate, Adolfo Martín, nos ha echado seis cinqueños, cárdenos de diversa cardenidad, con pesos entre los 536 del más liviano a los 602 del más pesado, mansos, descastados y, sobre todo, muy, muy flojos, con lo que hemos podido cosechar plenamente la tercera decepción de Albaserrada en tres días. En esta Pasarela Albaserrada Las Ventas 2024 que acaba de finalizar sólo se libran los tres primeros de Victorino de ayer, que son los que salvan los muebles, frente a las quince desilusiones restantes. Para calmar a esos que en seguida se echarán al monte condenando a Adolfo al averno, recordemos que hace tan sólo un par de años Adolfo Martín echó en Madrid una corrida muy interesante, áspera y complicada, acaso algo blanda, que trajo lo que el aficionado medio suele esperar de esta vacada. Hoy la cosa no salió, y mira que entre los seis del encierro estaban los canónicos Aviador, número 80, o Malagueño, número 93, nombres clásicos en el hierro de la V metida en un hexágono, pero se impuso la sosería blandurri y descastada y la corrida se fue yendo poco a poco por el desagüe.
Luego está lo de la lluvia, que comenzó a caer en el cuarto y que tuvo a las gentes de los tendidos huyendo a resguardo y luego volviendo a la localidad o tratando de saltar a la Grada, donde, en expresión del aficionado J.P., los ocupantes de las localidades defendían aquello como los supervivientes del Titanic que estaban en los botes.
El que de verdad echó la tarde de manera harto provechosa fue el que vende las almendras por el tendido bajo, que al ver la que empezaba a caer, se deshizo inmediatamente de su mercancía y reapareció en el tendido, como una centella, vendiendo impermeables de plástico que le volaron de las manos en un santiamén. La presencia de la lluvia trajo súbitamente a la corrida un aire festivo y verbenero y se comenzaron a oír unos fortísimos oles, con los que, sin duda, los que se habían quedado en la Plaza aguantando el chaparrón, querían mortificar a los que habían huido de sus localidades hacia los pasillos haciéndoles creer que se estaban perdiendo algo importante.
La terna que se vino a despachar la adolfada estaba compuesta por Antonio Ferrera, de blanco y oro con cabos negros; Manuel Escribano, de obispo y oro con cabos blancos y José Garrido, de aguamarina y azabache.
Ferrera asoma a recibir a Pecador, número 73, con un capote de seda que parecía la capita de un disfraz de princesa, azul añil con vueltas azules. Las cosas de Ferrera, que si lo hace Morante todo el mundo le ríe la gracia. El tal Pecador era más bien un «pecador de la pradera», de esos que decía Chiquito, con menos fuerza que esa gaseosa que lleva un mes abierta en la nevera y más soso que una sopa de hospital. Cuando Ferrera le empieza a torear, el bicho se pega un deslome sobre la arena, no de caerse sino de quedarse tumbado como cuando vas a dormir la siesta, que ilumina a Ferrera sobre la necedad que supone seguir ensayando posturas con esa piltrafa y, en contra de la tendencia moderna de alargar hasta la náusea la inútil porfía, decide cortar por lo sano con una estocada que echa al toro al suelo a las siete y dieciséis minutos.
Se cruza la Plaza Escribano pausadamente y se pone de rodillas ante los chiqueros, a buena distancia, para recibir así a Baratillo, número 28, él sabrá por qué. La cosa no sale muy lucida, pero queda otro toro. Pasa el toro por la cosa equina como el que camina sobre un hielo finísimo y luego recibe tres pares de banderillas de Escribano antes de llegar a la cosa de la muleta donde ya se ve de manera patente que la principal seña de identidad de Baratillo es también la mansedumbre, que el bicho tenía algo de vaca Tudanca, aunque hemos conocido alguna de más genio que este Adolfo. Espadazo que vale y cuatro palmas que, solícito, sale a recoger el diestro.
Ni idea tenía Garrido de que el mejor destino para Sombrerillo, número 34, su primer toro de la tarde, era el de estar en el escaparate de carnes de la Taberna Pedraza o el de tirar de un carro, pues su mansedumbre troncal le hacía inhábil para ser exhibido en un circo taurómaco. El bicho da como un saltito y de ahí no pasa, pero como el famoso chiste del búho, se fija mucho. Ante esa falta total de disposición a cumplir mínimamente con su misión como toro, Garrido le despena y le envía a que se cumpla su destino en forma de medias canales.
En el cuarto es cuando la lió el cambio climático ése cuando se formó la tormenta y el bochorno, propio de Los Monegros en agosto, fue sustituido inmediatamente por las lluvias del monzón. Eso fue cuando Ferrera estaba iniciando su faena de muleta a Malagueño, pero antes habíamos tenido la ocasión de regodearnos con la torería de Ángel Otero en banderillas, que este año se le ha visto poco por los madriles y eso no está bien. Lo de Ferrera con la muleta es esa cosa como personal y arrebatada en la que ahora se encuentra el torero, el Morante de los pobres dice un chusco, que se sustancia en un natural por aquí y un par de derechazos por allá, luego tira la ayuda lejos de sí y continúa por derechazos de uno en uno, que unos salen mejor que otros, ahora ya bajo el diluvio, con las gentes a la carrera huyendo hacia lo seco y con el toro cayéndose cuanto le venía en gana. En este le tocaron un aviso los empapados clarineros antes de entrar a matar, y luego con un pinchazo primero y después una estocada remató su actuación.
Por segunda vez se cruza Escribano la Plaza para enfrontilarse de rodillas con la puerta del chiquero por donde va a salir Aviador, muy serio, cornipaso de cuerna al que, efectivamente, recibe. Luego del trámite equino, que hoy no era el día de dar importancia a lo de las varas, Escribano vuelve a banderillear metiéndose por los adentros en el segundo par cuando el toro le hace un extraño, pura improvisación, y luego haciendo un quiebro en un par al violín que, como señala certeramente el aficionado J.P., es su particular homenaje al 6 de junio, día del Desembarco de Normandía, en que la Resistencia fue alertada con la contraseña de un verso de Verlaine: «Les sanglots longs / des violons de l’automne» (Los largos sollozos / de los violines del otoño). Con este toro imponente de presencia, con la lluvia cayendo a manta y con las gentes desaparecidas de sus localidades, súbitamente Las Ventas adquiere una inusual bondad como de Plaza de pueblo y se comienza a jalear lo (poco) bueno y lo demás de manera plena, lo mismo los pases logrados que los enganchones o los medios pases. Luego, con la muleta en la zurda, el toro trastabilla a Escribano y él se queda tras la pala del pitón agarrado, sin que la cosa tenga consecuencias. El toro, de fuerzas, las justitas, y lo mejor del torero, su decisión. Espadazo en el Rincón de Julián y petición, que Timi no atiende con buen criterio, y vuelta al ruedo para Escribano.
Y ya, por fin, sale del chiquero Tostadito, número 41, que se tira dos minutos saliendo porque parecía el AVE doble ése que montan para bajar a Sevilla en Semana Santa de largo que era. La verdad es que el bicho era un rato feo, pero ya se sabe la suerte del feo que al final fue el toro más aceptable del encierro, por su disposición a embestir y por tener acaso algo más de fuerza que los cinco que le habían precedido. Lo que era indudable es que el bicho metía la cabeza y se desplazaba, sobre todo por el derecho, y que esa condición dejó bastante desairado a Garrido, que no supo o no pudo aprovechar las condiciones del toro para llevarse el agua a su molino y, en cambio, dejó entre las gentes una sensación muy próxima a la decepción. Mata de un bajonazo.
Cuando salimos de la Plaza, ya ha escampado y tenemos la ocasión de estrechar la mano de Román.
ANDREW MOORE
FIN
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